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LGBT

Mi nombre es Carmen, soy bisexual y sobreviví a una terapia de conversión

Confesarle a dos amigas que me había enamorado de otra mujer desató una de las experiencias más confusas de mi vida.
Publicado 23 Jun 2020 – 04:24 PM EDTActualizado 24 Jun 2020 – 01:09 PM EDT
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Lo que más me gustaba de ella es que nos contábamos cosas que a nadie más le platicábamos. Nos acompañábamos a todas partes y era la primera persona que se me venía a la cabeza cuando quería confesar mis secretos. Llegué a invitarla a la iglesia para escuchar la palabra y a veces oíamos música cristiana juntas. Quería que ella conociera mi historia y ella quería conocer la mía. Pero no pude más, ni siquiera hablé con ella para terminar, un día le escribí un correo donde le explicaba que no podía estar con ella aunque la amara, que me alejaba y le deseaba lo mejor. Nunca imaginé que, años más tarde, ella sería la persona que motivaría mi valentía y me ayudara a ser consciente de mi propia identidad.

Mi familia no se caracteriza por ser religiosa, si acaso, mi mamá podría llamarse católica, los demás, nada. Después de terminar una relación de tres años con un chico entré a la iglesia; tenía 19 años y una muy buena amiga me invitó a formar parte de una comunidad cristiana. Leer la Biblia y formar parte de un grupo que me acogía con los brazos abiertos fueron mi máximo refugio en ese momento. Salí de una relación difícil y entré en una relación perfecta con Dios. Mi mente simplemente hizo click con las enseñanzas, con la congregación, con las escrituras.

La armonía con Dios me acompañó durante los años que estuve en terapia con el Centro Evangelista Emanuel en las sesiones de Cambio de Rumbo, una dinámica extraña para mí, pero con un nombre acertado para la fe cristiana. Recuerdo bajar de la estación del metro San Antonio Abad y llegar a la colonia Tránsito antes de mis sesiones semanales a las 5 de la tarde. El motivo, confesar a miembros de mi iglesia un pecado que me carcomía con una culpa terrible: que había sostenido una relación sentimental con otra mujer.


Conocí a mi consejera, una mujer cristiana titulada en psicología que ayudaba a las personas como yo, un individuo con AMS (persona con atracción al mismo sexo). Nos sentábamos durante las sesiones, una frente a la otra, y exhaustivamente repasábamos mi relación con mi madre, mi relación con mi padre, con mis hermanos; recordábamos mi infancia, buscábamos incansablemente los motivos por los cuales yo había tenido un “quebrantamiento de espíritu”. Mi alma estaba rota y debía ser restaurada. Haber establecido una relación emocional con otra mujer era haber sido seducida por un espíritu maligno, no por el hecho de que un espíritu femenino fuera perjudicial en sí, sino porque para la fe cristiana, su espíritu se había combinado con el mío y me había contaminado, marcado. Mi espíritu ya no solo carecía de sentido, sino que estaba corrompido, estaba roto, quebrado. Como si la mezcla de dos espíritus femeninos formara un ente irreconocible, violento y abyecto. Había que restaurarlo y dejarlo listo para mi varón. Aquel hombre que me complementaría y con el cual uniría mi vida para completarla.

Después de repasar algo de mi historial familiar, yo debía rendir cuentas, debía revelar todo lo referente a mis actos, sentimientos y pensamientos, con lo cual la terapia pasaba por cuatro etapas. Primero, mi consejera catalogaría mis confesiones con la pregunta: “¿Has pensado en ella?”, después ampliaba la conversación: “¿Estuviste pensando en mujeres?, y las preguntas se podían hacer tan personales como ella lo deseara: “¿Viste pornografía lésbica?”. Pasábamos a la etapa de consejos y daba en el clavo con cosas tan acertadas de mi vida cotidiana como: “Sólo tienes amigas mujeres, no tienes amigos hombres”; este consejo iba seguido de una tarea: “Esfuérzate por acercarte a chicos de la iglesia, habla, hazte de amigos”. Y la cuarta etapa cerraba la sesión con algunas recomendaciones: “Tienes prohibido ver películas como El Cisne Negro o La Chica del Dragón Tatuado”, o bien: “Cuando tengas tiempo lee este libro” acercándome la copia de un tomo titulado “Cómo ser libre del lesbianismo”. Todavía hoy me da una risa irreparable recordar ese título.

Durante todo ese tiempo mis papás nunca se enteraron, ellos nunca lo supieron, creyeron que iba a terapia y para ellos eso estaba bien. Revelar mi bisexualidad a mis padres fue algo reciente y durante mis años en la iglesia las únicas que sabían sobre mi atracción hacia las chicas eran dos amigas cristianas, las más cercanas. Fue justo por consejo de una de ellas que acepté acercarme a Cambio de Rumbo. Su argumento en ese momento fue indiscutible, no cabía otra lógica ni para ella, ni para mí: “Te estás jugando tu eternidad”, me dijo tranquilamente. Ese concepto, para cualquier cristiano, retumba en la memoria para siempre.


Recuerdo bien la iglesia, tenía un edificio central rodeado de salones donde se impartían pláticas. Cuando entré me sentí bien, en una atmósfera cálida que yo reconocía habitual por el acogimiento que emanan las comunidades eclesiásticas cristianas. Al recibirnos en la puerta, apareció un hombre bastante afeminado, con amaneramientos que no podía ocultar. Sus facciones eran muy finas, las pestañas enchinadas; me explicó todo como si fuéramos amigos entrañables, con una confianza femenina que solo puedo describir como de “amiguis”. Después supe que él, junto con su esposa, eran los líderes del grupo, Daniel Farías y Paty Farías. Sobre él llegué a encontrar en internet un testimonio en el que revela que a los 30 años dejó de ser homosexual, se curó y después pudo formar una familia.

En ese momento yo creí todo lo que me decía, me hacía mucho sentido. Yo era cristiana y más que una convicción, mi vida entera, mis acciones, pensamientos y decisiones estaban fomentadas bajo los preceptos del cristianismo. Mi consejera me invitó a unas Jornadas de Restauración Sexual, estaban diseñadas para dar herramientas a los miembros de la congregación que sufrían de AMS (Atracción al Mismo Sexo) si se encontraban alguna vez con chicos o chicas de la comunidad LGBT. Durante estas jornadas, en una ocasión un hombre muy afeminado se levantó de su silla en un arranque gritando: “¡Yo sé que ya va a venir la mujer para mí, ya la siento, ya está cerca!. En otra ocasión asistió una chica trans a la que habían llevado porque, para su mamá, seguía siendo su hijo; la congregación, con un tono amable pero incómodo la llamaba a veces hermano y a veces hermana.

En sus conferencias se anunciaban como exgays o exlesbianas. Se presentaban como pastores famosos reconocidos a nivel internacional. Una vez me invitaron para hablar en un grupo llamado GAFA (Grupo de Apoyo a Familia y Amigos); este espacio funcionaba para dar consejo a la familia y amigos del individuo internado por AMS. La invitación era para hablar sobre mi propio testimonio, para compartir que la terapia sí funcionaba. Fue justo después de que mi consejera me diera de alta. Hice una presentación en Power Point con slides muy específicas dando consejos de lo que podían hacer estas personas, lo que debían evitar, cómo podían apoyar. Yo les decía muy convencida: “Miren, así se deben evitar este tipo de conversaciones”, hasta que una señora, llorando, me detuvo y me preguntó: “¿Entonces sí es posible que puedan cambiar?” mirando a su hija de reojo. Ahora, cuando recuerdo ese momento, pido a Dios y oro para que nunca la hayan llevado a terapia. Hubo una mujer que me regaló un anillo en una ocasión y me dijo : “Tome señorita, le doy este anillo porque sé que va a encontrar a su varón; será símbolo de que lo guardará para él y cuando lo encuentre se lo intercambiará por el de compromiso”.

Aún cuando no recibí ningún tipo de maltrato físico, alguna agresión verbal o miradas de desprecio, lo que la iglesia enseña es que solo existe una opción para cada ser humano: la única función de la sexualidad es la de ser una herramienta para formar una familia tradicional. Un concepto recurrente durante mis terapias era el de la convicción de pecado, si pecas, te alejas de Dios, si no pecas, te acercas a él, así de sencillo. Te descubres observándote a ti misma todo el tiempo, te descubres regañándote y escarmentándote: “Tú solita te alejas de Dios”, “No deberías estar aquí, éste no es tu lugar”. La convicción de pecado me tenía en una constante guardia de mis pensamientos, emociones y sensaciones. Sufría de paranoias periódicas y terribles, pues la chica de la que me había enamorado y había abandonado por correo electrónico regresó a mi vida nuevamente después de cuatro años; pero la mayor parte del tiempo estaba completamente aterrada, con un temor constante de que un día podía abandonarla.

Cada vez que entraba a la iglesia los domingos y escuchaba algún sermón del pastor que pudiera relacionarse con mi pecado, echaba una mirada a mi alrededor, creyendo que me habían descubierto, salía de la iglesia y tenía que marcarle de regreso a mi novia para asegurarle que no la abandonaría, que seguía ahí para ella. No podíamos estar en un lugar mucho tiempo sin que yo sintiera miedo, llegué a temer dar vuelta a la esquina con mi pareja y encontrarme a alguien de mi congregación.

Una extraña paradoja se apoderó de mí. Quería ocultar a toda costa mi relación, pero sufría de un deseo irreparable de confesar lo que hacía. Me decía todo el tiempo: “¡Se lo tengo que decir a alguien, debo decirlo!”, tenía que vomitarlo. Quería huir, y en un momento me vi confesando lo que sucedía. Pero esta vez, con un valor contundente visité a mi pastor y fui muy clara. Debía abandonar mi doble vida. Muchas personas no lo entienden, pero cuando estás inmersa en una religión no puedes dar a entender a los demás que vives tu vida a través de ese espejo. Yo quebré el espejo de mi realidad cuando me empecé a ver en la iglesia con mi cuadernito tomando notas y mi biblia en la mano, pero al salir, buscaba siempre a mi pareja.


La vida después de hablar con mi pastor no fue tan diferente, solo mis miedos se diluyeron en el tiempo. Seguí dando clases en primaria, decidí entrenar a niños y niñas en un equipo de futbol. Me adentré en el feminismo y es ahora mi bandera. Me reconocí como merecedora del amor de otra persona sin importar su sexo, y merecedora del amor de Dios. Me di cuenta que de verdad era imposible sentirme plena cumpliendo con las expectativas de los demás. Saberme una mujer que puede amar a otra mujer y formar una familia con ella me llenó el corazón.

Haciendo una retrospectiva, me veo ahora feliz con mi prometida, a quien conocí hace más de dos años, y veo ese pasado como si hubiera sido otra vida. Sigo en contacto con mi pastor, está pendiente de mí, es un buen hombre. Supongo que su promesa por cuidar a las personas de su congregación no se limita solo a aquellos que asisten a los sermones.


*Este testimonio fue escrito con la ayuda del periodista Francisco Figueroa.

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