Mientras cursaba el tercer semestre de la carrera de Historia, un 12 de diciembre, Raquel D., profesora de Asia Antigua y practicante de la fe judía, canceló la clase de ese miércoles. La explicación vino la clase siguiente: “Un grupo de amigos y yo somos guadalupanos y fuimos a ver a la virgen”. Se escucharon algunas risas apagadas en el salón. Raquel aseveró con una sonrisa: “No soy católica pero sí guadalupana”. “Un pasatiempo histórico, seguramente. No puede tratarse de algo más”, pensé sin prestarle mucha atención. Y es que históricamente, esta advocación mariana es un hito, un parteaguas en la historia de México, un antes y un después. La imagen de la virgen logró un impacto masivo en la fe de los naturales de esta tierra. Para cualquier historiador mexicano es vital estar empapado de este fenómeno.
Crónica: No soy católico, soy guadalupano
Después de visitar por primera vez la Basílica de Guadalupe un 12 de diciembre, nada volvió a ser igual.

Más que una sustitución con la diosa mexica Tonantzin, fue una adaptación de su imagen para lograr una evangelización radical en México. Como si la antigua diosa se hubiera puesto un manto estrellado, juntado las palmas; montado sobre una media luna y dicho: “Listo, ahora soy católica, no hay nada de malo en esto, sigamos”.
Un año después, el mismo día, el recuerdo de Raquel repitiendo: “No soy católica pero sí guadalupana” brotó de mi cerebro como una bolsa de palomitas en el microondas. Los siguientes años, cada cumpleaños de la virgen, recordaba a mi profesora sonriente repitiendo la frase que ya se había vuelto un mantra: “No soy católica pero sí guadalupana”. Hoy, varios años después, aproveché mi trabajo como periodista para visitar la Basílica y escribir una crónica sobre mi experiencia. El miércoles 11 antes de salir del trabajo, un compañero me dijo que a las 12 de la noche le cantarían las mañanitas a la virgen.
Las mañanitas
Volví a mi casa, me puse ropa abrigadora para combatir los 10 grados que me esperaban, y a las 11 de la noche tomé la primera estación del metro para dirigirme a la Basílica. La estación del destino estaba cerrada, no me sorprendía. Las notas informativas que había leído antes de aventurarme decían cosas como “más de 7 millones de feligreses visitaron la Basílica de Guadalupe este año”. Cuando llegué a la estación Deportivo 18 de Marzo caminé hacia un restaurante chino, el cual me indicaron que anunciaba la salida a la derecha. Congestión total. No pude moverme un centímetro más, estaba atrapado. Los peregrinos se amontonaban a la salida de la estación y más llegaban por detrás con mirada concentrada fijando la salida y buscando opciones para caber en cualquier hueco. Empujones, jalones, algunos niños llorando, velas prendidas. Después de un rato, decidí regresar. No estaba sorprendido, los habitantes de la ciudad de México hemos formado un cayo muy áspero con las grandes aglomeraciones. Regresaría temprano en la mañana.
Seis cuetes consecutivos que se escucharon como si estuvieran en la cocina de mi casa se adelantaron a mi despertador. Me levanté de la cama y pensé “la virgen quiere a todos sus feligreses en su casa, no perdonará que no vaya cuando ya tomé la decisión de visitarla”. No apuré el paso, ese regaño me había dejado un mal sabor de boca. Sentía que mi abuela malhumorada me había despertado muy temprano para ir a misa; hace más de 20 años que no lo hacía.
Decidí escuchar música medieval en el camino. Sentía que iba bien para prepararme a una misa de más de 7 millones de católicos. Cuando abordé el metro Zapata pude claramente distinguir entre los que iban al trabajo y los que, como yo, iban a la Basílica. Un grupo de tres jóvenes muy guapos subió con un cuadro de la virgen a medio envolver con un plástico negro. No parecían el tipo de personas de cara solemne, pero aún así, había un silencio sepulcral en su expresión. Los seguí con la mirada mientras escuchaba los cánticos gregorianos. Miré un momento mi celular y los memes sobre la “virgencita” poblaban todas las redes.
Al llegar de nuevo a la estación Deportivo 18 de Marzo vi que la entrada seguía bloqueada, seguí mis pasos del día anterior hasta que se me cruzó por enfrente un niño de unos siete años, cargando un cuadro con la imagen de la virgen, tan larga como su cuerpo, sobre la espalda. La música de banda me acompañó todo el camino, decidí quedarme con la música espiritual que salía de mis audífonos.
Peregrinar
10 cuadras me separaban de la Basílica. El techo verde se veía al final de la calle y lo seguí hipnotizado. Cuando llegué al recinto por un costado y subí las escalinatas me golpeó un fuerte olor a copal; un denso humo gris como la nata de contaminantes que se acumula sobre toda la ciudad inundaba el atrio y el patio central donde se aglomeraban miles de personas. Ruidos distintos que logré asimilar hasta después de unos minutos, se volvieron música. Caminé hasta que el patio se abrió ante mis ojos con toda claridad. Penachos altísimos con plumas de colores se distinguían entre la multitud dando incesantes vueltas y arremolinando el humo de copal. Ver el espectáculo me puso la piel de gallina; el frío intensificó la sensación y un escalofrío contundente subió por mi espalda.
Mientras veía al grupo de danzantes más cercano a la entrada de la “nueva Basílica” un canto de niños se disparó desde el altar de la iglesia. Las voces se amplificaron con las bocinas colocadas por todo el patio, sin acaparar la melodía de los tambores y los cascabeles de los danzantes. Una banda de música regional se escuchaba a lo lejos también. De pronto sentí que la banda, los tambores y los cantos de los niños no se contradecían, estaba, efectivamente, testimoniando una fiesta.
Escalofríos
Las voces de los niños cobijaron el espacio, el humo de copal entraba por nuestros pies y subía hasta nuestras cinturas; la iglesia estaba llena de ese olor sereno y dulce. De pronto sentí que se me cerraba la garganta, volteé a mi alrededor y miré el patio, los danzantes y la gente arremolinada: unos riendo, otros llorando y algunos con la cabeza baja demostrando un profundo respeto. Quise llorar, así que salí del trance y caminé en dirección a la parroquia del cerrito. Me quedé absorto un rato viendo a un grupo de jóvenes embadurnados con una densa pintura negra, taparrabos rojos y penachos grises. Vi que sudaban y repetían sin cesar los mismos movimientos alrededor de una ofrenda que contenía un caracol marino muy grande, una sandía, plumas blancas y una copalera de barro.
En 15 minutos sus miradas no cambiaron, los movimientos fueron los mismos y de vez en cuando emitían algún grito para liberar energía. Los sonidos de los tambores se repetían hasta el infinito. Recordé que en la Edad Media la iglesia prohibió la música que contuviera un acorde musical llamado el intervalo del diablo, el cual repetía las notas fa y do constantemente, estas, se creía, podían llamar la presencia de algún demonio. Los acordes de los tambores y los cascabeles me recordaron a esas notas sostenidas, repitiéndose para llegar a un climax espiritual parecido a un conjuro. ¿Qué estarían conjurando los danzantes? Me di cuenta que todos los que estaban en la plaza buscaban lo mismo: ver a la virgen, o mejor dicho, sentir la presencia de la virgen. ¿Pero que no estos cuerpos celestes se caracterizan por ser omnipresentes? No necesitan de invocaciones, llantos, danzas y ofrendas para que desciendan del paraíso y nos visiten.
En septiembre de este año uno de mis tres gatos murió de una extraña enfermedad. En noviembre, durante el día de muertos, coloqué una ofrenda por primera vez y encendí copal para llamar su presencia, siguiendo la tradición del día de muertos para rememorar a mi querida mascota. Recordarlo me reconfortó, hacerle ofrendas me hizo sentir mejor; fue un acto espiritual involuntario, no sentí ninguna obligación de hacerlo.
Después de mirar por 15 minutos a los danzantes negros, aspiré fuertemente el humo del copal y miré el letrero que se encuentra en la entrada de la iglesia: “¿… No estoy yo aquí que soy tu madre?”. Lloré, me sentía reconfortado; otro acto involuntario.
Nunca pensé que sucedería esto. Me preparaba para una misa masiva, para observar a la multitud llorando y arremolinándose por entrar a la iglesia, a ser partícipe como un observador, sin embargo, sin darme cuenta estaba dentro de la celebración, y pensé: “si esto es ser guadalupano, yo llevo un tiempo siéndolo sin saberlo”, y las palabras de mi profesora volvieron a brotar en mi cabeza como palomitas de maíz en el microondas: “No soy católica pero sí guadalupana”.