null: nullpx

Chica de oro

Las Estrellas te regala en esta Navidad una serie de cuentos entrañables: en esta tercera entrega, un hombre recuerda cuando se enamoró en la juventud
Publicado 24 Dic 2019 – 10:45 AM ESTActualizado 24 Dic 2019 – 12:59 PM EST
Comparte
Default image alt

Violeta Parra dio en el clavo cuando escribió que “ solo el amor con su ciencia nos vuelve tan inocentes”. Al escuchar esa canción, que mi madre reproducía todos los domingos en su tornamesa destartalada mientras hacía el quehacer a muy tempranas horas, no podía más que sentirme avergonzado por lo mucho que me gustaba. Nunca se lo dije a ninguno de mis compañeros, pero mis padres adoraban la trova cubana y a los representantes de la nueva canción. Y bueno, Parra tenía toda la razón; si veía fijamente a Jenny me sentía como un niño frente a Dios, descifraba signos y no era, ni por asomo, un sabio competente. Cuando le veía acercarse a mi pupitre a la hora del receso, sentía lo mismo que sentía al comulgar o confesarme con el padre de la pequeña iglesia en la Narvarte.

Jenny me gustó desde el momento en que me quemó con un cigarro en la primera cena de Navidad que sus padres organizaron. Fumaba como loca, pero era tan perspicaz que nunca nadie la cachó exhalando humo. En la secundaria no hacíamos nada más que irnos de pinta, y ya fuera de la escuela, lo que más nos gustaba hacer era echarnos en el pasto. En cualquier parque o campo de futbol, nos echábamos al sol sin importar que las hormigas se nos subieran por todo el cuerpo o que nos tostáramos los brazos y la cara.

Mi momento favorito del día sucedía cuando el sol le bañaba los cabellos y ¡juro! que se los veía dorados. Toda ella se convertía en una deidad y yo no tenía más remedio que venerarla. Me gustaban sus manos, la forma de sus uñas y cómo sostenía los libros que nunca terminaba de leer. Pero a lo que más estaba enviciado era a sus ojos verdes y profundos y a su boca, que siempre parecía estar lista para fumar o morder alguna fruta. Escucharla hablar también me llenaba. Eso, me llenaba de pies a cabeza, como si hubiera terminado de comer en un gran festín. Jenny era mi chica de oro y quería que fuera mi chica por completo. Porque a los 17 o a la edad que sea, lo único que tiene sentido es enarmorarse.

Todos los viernes solíamos ir al boliche, ella era malísima y lo sabía; pero nunca le importó. En lo que Jenny era mejor era en irse de los sitios sin pagar la cuenta, la muy embustera. Me obligaba a pedir cuatro o cinco cosas de la carta en las cafeterías y restaurantes. Ella se terminaba todo en no más de 15 minutos; comía sin parar y siempre andaba tan menuda, como flotando por la vida. Tras arrasar con todo, contaba hasta tres, se paraba para ir al baño mientras yo me escabullía por la puerta, fingiendo una llamada con mi abuela por un móvil que ni siquiera tenía pila. “¿Qué pasa, abuela? ¡Dios mío, voy para allá!”, gritaba mientras “lloraba” “desesperado”. Salía corriendo de ahí y a los pocos segundos, Jenny me alcanzaba muerta de risa. Mi llanto ficticio se convertía en carcajada, la tomaba de la mano y salíamos corriendo de ahí. Siempre nos resultó esa farsa, y mientras nos alejábamos de la autoridad, yo me sentía más feliz que nunca. El sostener su mano era, para mí, recibir una descarga de electricidad. Porque ella era mi chica de oro.

Al año de estar plenamente obsesionado con ella, decidí hacer lo que sin duda es el acto heróico más grande que puede cometer la humanidad (más que enterrar a sus muertos o reelegir a un presidente): confesarle el amor a alguien sin estar seguro de que te corresponderá. Aproveché el frío de la temporada y la valentía que me dio haber ganado el concurso de poesía de la secundaria para escribirle un poema que le leería en la noche de la tradicional cena de Navidad que se celebrara en su casa.

Ella estaba en el jardín intentando prender un cigarrillo sabor a fresas, mismo que había robado del bolso de una de sus tías. Esa noche, Jenny llevaba puesto un vestido guinda y un gorrito blanco. Su nariz estaba roja por el frío, así que se veía más tierna que nunca. Me pidió ayuda y yo aproveché ese momento de intimidad; extraje una hoja de papel, le leí los versos que afortunadamente olvidé tiempo después gracias a terapias psicológicas constantes y al terminar le dije que era mi chica dorada. Jenny me tomó la cara entre sus manos, me dio un beso en la boca y me dijo, a punto de llorar, que a su padre lo habían ascendido y que se iban a vivir a Tabasco, algo que ya sabía desde hacía meses, pero que no había tenido el valor de decirme. Esa noche me emborraché por vez primera con un poco de vino de mesa.

Nunca volví a verla ni a tener noticias de ella. Hoy, veinte años después y 17 sin pensar en ella recurrentemente, recordé a Jenny porque escuché su canción, o al menos la canción que yo le hubiera escrito a ella: “La canción para mi chica”, pensé. En el oscuro bar de Bariloche, la melodía sentenciaba: “Cuando juntes fuerzas las cosas van a estar mucho mejor/ Cuando juntes fuerzas, chica de oro/ Jenny, algún día Jenny, todo lo que ves será nuestro, nena”.

* Ilustraciones: Sheila Galicia.


Comparte