El filo del patín cortaba el hielo y hacía un sonido desquiciante. Los 80 kilogramos de Martín se deslizaban con tal facilidad que en un momento pensé que se elevaría del suelo. Con el frío de la ciudad, su piel parecía una mariposa café, una polilla que se deshojaría en cualquier momento. Me dijo que no tenía frío, que nunca tenía frío. Después me miró con la misma cara con la que me había mirado en estos últimos cinco años; un rostro lleno de indiferencia y angustia.
El abuelo ya no sabía quién era yo
Las Estrellas te regala en esta Navidad una serie de cuentos entrañables: en esta primera entrega, el reencuentro entre una nieta y su abuelo.


Desde hace un par de años había dejado de verlo todopoderoso, la enfermedad lo había convertido en un ser frágil, así que me gustaba recordarlo en sus mejores años, cuando recitaba los nombres de todos los jugadores de beisbol que habían pasado por los Diablos Rojos, cuando regañaba a mi madre por todas las cosas que me obligaba a hacer y que evidentemente no me gustaban o cuando me sostenía entre sus manos como si yo fuera un cachorro recién nacido y me llevaba lejos de ahí, a comprarme dulces o a que lo ayudara a resolver crucigramas.
Pero ahora, su memoria esguinzada no le atinaba ni a mi nombre ni a la razón detrás de todos los sentimientos que yo le evocaba. El abuelo no sabía quién era yo, algo que para mí era inconcebible. Inconcebible que Martín no me reconociera ni el rostro ni las manos.
Seguimos patinando por el hielo de diciembre hasta que me detuvo de pronto, de tajo, y me hizo la pregunta que habría de repetir hasta el día de su muerte: “¿Por qué pienso que te conozco?”. Entonces, como cada vez que eso pasaba, se apoderaba de mí una angustia incontrolable que me obligaba a apretar los puños para no gritar. Debía hacer un esfuerzo sobrehumano para no echarme a llorar, como lo hacía cuando niña, en los tiempos en los que él todavía sabía que yo era su nieta, que me llamaba María, que nos gutaba robarle chocolates a la abuela para comerlos en su despacho y que nuestra película favorita era El Chanfle.
Pero esa noche fue diferente; mientras patinábamos en la pista atiborrada de críos y parejas adolescentes, me acerqué al abuelo para abotonar su gabardina y me di cuenta de que había algo en una de las bolsas. Metí la mano en ella y ahí estaba; saqué el libro de Sergio Pitol. Los dos nos quedamos viéndolo; yo emocionada hasta el hueso por saber que lo cargaba consigo y él consternado, pues supongo que de pronto recordó que se lo había regalado yo y que se lo leía al menos una vez al año, en Navidad. Entonces ocurrió el milagro; me reconoció. Y por primera vez en muchos años, el abuelo me llamó por mi nombre. Y para mí, eso fue como presenciar un eclipse total de sol o ver ballenas en Baja California.
Me tomó las manos con sus manos gélidas y me dijo, con el rostro más recompuesto, que nunca había estado tan feliz, que su destino debió haber sido vivir en la nieve y que a veces despertaba en la noche desesperado porque no se acordaba ni de su propio nombre, así que leía la dedicatoria que le escribí en ese libro de Pitol y solo entonces lograba acordarse de la forma de mi cabello y de mi risa descomunal.
Yo estaba por responderle cuando se le esfumó la cordura; nuestro reencuentro nos había durado apenas un minuto. Después, su rostro volvió a secarse y su tristeza fue tan evidente que tuve que sacarlo de ahí. Lo tomé de la mano y salimos caminando sin más, como si nada hubiera pasado.
De regreso a su casa, el último recuerdo que tuve fue el de una mañana de abril; yo era una niña de siete u ocho años y el abuelo me tenía en su regazo mientras me leía el periódico y me explicaba todo lo que acontecía en ese preciso momento en el orbe: "Ese mundo, prietita, es el mundo al que te enfrentarás", sentenció.
De vuelta en su casa me recosté a dormir junto a él y ninguno de los dos dijo nada, era como un acuerdo indecible que habíamos pactado: tu mano en mi mano es mi mano, mi mano en tu rostro es mi rostro.
* Ilustraciones: Sheila Galicia.